La verdadera historia de amor de Merceditas, una pasión que duró 50 años
Sixto Ríos, el músico que nació en la vieja ciudad de Federación,
la conoció en un baile en Humboldt, Santa Fe. Le compuso un famoso chamamé y
jamás pudo olvidarse de ella.
Ahora que está el tema de los derechos de la mujer, y sus
conquistas, y las luchas que siguen dando, me acordé de Merceditas que, a su
modo, fue una mujer independiente y esquiva a los mandatos familiares y
sociales en un tiempo en que eso era algo raro, extraordinario, fuera de
contexto.
Tengo que aclarar, eso sí, que se trata de una historia de
amor. Merceditas Strickler pudo haber sido feliz pero no lo fue. Sixto Rios
hizo todo lo posible para conquistarla, pero no pudo.
Y sin embargo, entre ambos escribieron una historia de amor
contrariado que perduró por mas de 50 años, y si son verdad las tablas de la
ley que rigen los destinos del espíritu romántico, la saga que empezó en la
Tierra continuará en el Mas Allá, donde sea que se encuentren.
Todo ocurrió en ese escenario de verdes praderas que es
Humboldt, Santa Fe.
Trigo y lino, perfume de flores en el aire, casas blancas
emprolijadas con coquetos jardines que miran a las calles, una curiosa plaza
redonda y dos iglesias, una frente a la otra, la católica y la luterana, lo que
habla a las claras de que se trata de un típico pueblo de inmigrantes.
Allí, en los bucólicos y románticos campos que rodean a
Humboldt, pueblo gringo, florido y ordenado si los hay, fue donde encontré a
Merceditas, la musa inspiradora de una canción legendaria.
La que cuenta una singular historia de amor entre el autor
de esa canción, Sixto Ríos y Mercedes Margarita Strickler.
“Que dulce encanto tiene en mi recuerdo, Merceditas, aromada
florecita, amor mío de una vez”
-Él vino a Humbolt con una compañía de teatro. Tocaba la
guitarra y cantaba—me dijo Merceditas.- Una noche, después de actuar, en el
intermedio del espectáculo, me invitó a bailar. Yo acepté, bailamos un tango.
Sixto Ríos, 27 años, era un hombre joven, robusto, de mirada
oscura y achinada. Vestía traje cruzado, el cabello negro impecablemente
engominado y una demoledora sonrisa blanca. Su halo de seductor lo completaba
su condición de artista trashumante.
A ese primer tango le siguieron otros. Cruzaron miradas,
salieron a la calle, hablaron, hubo besos furtivos, la pasión se apoderó de sus
vidas y hubo una inmediata declaración de amor.
Sixto Rios quedó hechizado. Hasta abandonó su carrera por
ella. Dejó de actuar y cantar y se convirtió en empleado bancario. Todo por
ella.
Cuando la vi, Merceditas había pasado largamente los ochenta
años, pero conservaba esa indómita elegancia, sus ojos claros y la memoria
intacta.
El artista llegaba a Humbolt en un ómnibus destartalado
todos los fines de semana para verla.
-Me gustaba, pero de un momento a otro lo dejé de querer.
Fue el día que vino con los anillos para comprometernos. No lo acepté. Ahí me
desenamoré. Yo no quería comprometerme.
Merceditas, rubia y hermosa, con 24 años, lucía una
independencia desusada para la época.
Creció como una mujer autosuficiente.
Huerfana de padre, se levantaba a la una de la mañana para
ordeñar vacas con su madre y su hermana menor. Y después, a la escuela.
Sacrificio, trabajo, constancia.
De adolescente montaba caballos como el mejor de los
varones, se iba de vacaciones sola a Córdoba y atronaba las calles de Humboldt
con su moto.
Episodios que la definen como persona, claro, pero ¿cómo no
caer en las redes del amor cuando el enamorado que llama a tu puerta escribe
poemas solo para ella?
-Ramón era buen mozo y me escribía unos versos hermosos.
Pero nunca pensé en casarme. Yo quería ser libre. No le contesté mas sus
cartas, no quería que perdiera su tiempo conmigo. Y entonces empezó a mandarme
más cartas, todas con versos muy tristes, que me hacían llorar. Todavía las
conservo. Versos muy tristes le salían, porque yo lo había dejado.
Me las mostró. Ya estaban ajadas, amarillas, atadas por una
cinta de color sangre.
Merceditas tenía la fuerza y la destreza de un hombre en las
tareas rurales, pero era una mujer codiciada, hermosa y libre: usaba campera de
cuero, botas y ropas de leopardo.
No pocas veces fue blanco de la envidia y la chismografía
pueblerina.
La joven arisca y hermosa -los cabellos parecían un trigal y
sus grandes ojos azules en su cara angulosa miraban y perturbaban- tenía que
andar espantando pretendientes por las calles.
-Pero, salvo Ramón, nunca dejé a ninguno de ellos llegar a
la puerta de mi casa. Así como nunca pensé en casarme: yo quería ser libre.
Un día de 1945, mucho después de que ella dejara de
contestar sus cartas, él se dijo que la había perdido para siempre, se armó de
valor, lamió sus heridas y se casó con otra mujer.
Pero Merceditas le había inspirado los mejores versos y
habían quedado grabados en una canción.
Sixto Ríos le puso música de chamamé a esos versos
melancólicos.
“Como una queja errante en la campiña va flotando el eco
vago de mi canto recordando aquel amor. Porque a pesar del tiempo transcurrido
es Merceditas, la leyenda que palpita en mi nostálgica canción...”
Me dijo, ya anciana Merceditas, aquella única vez que la vi:
-La escuché un día que puse la radio.
-¿Sabía que era usted?
-Lo supe al instante.
-¿Y que sintió?
Aquí quedó en silencio, quiso decir algo pero no pudo,
encogió su cabeza bajo los hombros, su mirada se humedeció mirando lejos
-¿Le llegó al corazón?
-Sí.
Cierta vez, un periodista de Buenos Aires pasó por Humboldt
y le hizo un reportaje: la canción era vastamente conocida y, para asombro del
periodista, la musa inspiradora estaba con vida.
Comenzaba la década del 90. Sixto Ríos, ya retirado,
jubilado, se encontró accidentalmente con esa revista y sintió el galope de su
corazón como en sus años juveniles.
Jamás la había olvidado. Ni siquiera sabía si estaba viva.
Le volvió a escribir y acordaron un encuentro.
-Volvimos a vernos, después de 40 años. El tiempo había
pasado y yo ya había perdido a mi hermana y a mi madre.
Sixto Ramón Ríos había enviudado y nunca se había vuelto a
casar.
-Cuando empezó a escribirme de nuevo, volvió con la idea de
casarnos y vivir juntos. Él todavía tenía los anillos. Pero yo no quería.
Viajaba a Buenos Aires a visitarlo en su cumpleaños. Le dije: "Vamos a
quedar amigos".
En un último gesto de amor el compositor le donó los
derechos de autor por el tema musical que Mercedes le inspiró.
Se escribieron a razón de una carta por día hasta la muerte
de Ramón Sixto Ríos ocurrida en la Navidad de 1995.
-Sus cartas... eran todas cartas de amor, como las del
primer día. Y era tan bueno y generoso: para las fiestas me mandaba plata... y
regalos. Era un hombre completamente enamorado.
-¿Y usted?
-Lo quería, pero no estaba enamorada. Creo mucho en Dios y
sé que cuando algo me va mal es porque Dios me castigó.
-¿Dios la castigó?
-Sí, porque yo lo dejé. Igual, viví un amor de leyenda:
nadie me amó como él me amó.
Todos en Humboldt conocen la historia.
El amor del poeta que idealizó a la mujer que no podía ser
suya. Y aunque no fuera de nadie, perduró toda la vida, le consagró lo mejor
que podía hacer y que le era permitido: sus melancólicos versos.
Ella nunca se casó.
Sobrevivió gracias a una pensión de 200 pesos. Y durante
muchos años, Sixto Ríos le abrió una caja de ahorro donde depositaba dinero
para su enamorada.
Todo Humboldt conoce la historia.
Cuando me fui de esa casa, y atravesé el pueblo, recordé una
de las cartas que vi del autor del chamamé legendario.
Había escrito Ramón Sixto Ríos, unos versos premonitorios: “Acaso llegue un día que alguno tal vez diga: se querían
tanto, con lírica pasión... él le escribía versos y se llamaba Ramón...”.
Ella murió en Esperanza, el 8 de junio de 2001.
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