Lo de Varisco, el viejo almacén con sus puertas abiertas desde 1890
Es uno de los más antiguos boliches de campo, fundado antes hace 130 años en las tierras entrerrianas que llevan el nombre de don Antonio Tomás en el departamento Paraná. Patrimonio cultural de otro tiempo, es un ícono que permanece abierto todos los días y donde, en los atardeceres, se realizan los rituales propios de la ruralidad: la charla, una copa junto a una picada y una partida de truco, reuniones que se han recuperado después de una larga pausa producida por la pandemia.
El boliche está en una esquina del pequeño poblado de
Antonio Tomás, a unos cien metros de la ruta 8, la que lleva desde Cerrito a
Hernandarias, y un poco antes de llegar al arroyo que también lleva el nombre
del conquistador español y que desemboca en el río Paraná, al norte de la
localidad de Pueblo Brugo.
Juan José Varisco está al frente del negocio junto a su
esposa Zulma Omarini desde el fallecimiento de sus padres, en 1995. “No tenemos
un registro para documentar cuándo se fundó, pero por testimonios éste almacén
abrió sus puertas en 1890. Lo empezaron unos Varisco que no eran parientes y,
según dicen, el boliche y el cementerio empezaron juntos, es la principal
referencia”, nos cuenta con una sonrisa.
Pero hubo un par de propietarios antes. “Después de los
Varisco al negocio lo compra una familia Valentinuz, y más adelante llegan los
Brehm” señala en la charla. “La historia sigue con mi padre, que se casa con la
hija de Brehm y ahí volvemos a aparecer en la historia del almacén los Varisco”
relata Juan José.
Familia gringa de origen italiano como tantas otras que
fueron llegando a estas tierras, que alguna vez fueron una merced del
conquistador español Antonio Tomás -y por eso llevan su nombre-, también fueron
el territorio de muchos colonos alemanes, eslovenos y franceses, que arribaron
favorecidos por leyes que promovieron las condiciones para la inmigración, a
mediados del siglo XIX.
Esos recodos del campo
El boliche de los Varisco luce en su frente un vistoso
cartel: “Almacén de Ramos Generales”. En su interior el inevitable y amplio
mostrador de madera, testigo silencioso de años de historias. La balanza y la
cortadora de fiambre son una suerte de límite con el despacho de bebidas. En
las estanterías, que llegan hasta el techo, todo lo que se necesita en materia
de alimentos: fideos, arroz, tomate al natural, yerba, aceite, sal, aceite y
sigue la lista.
Hoy, la cercanía con los centros poblados donde reinan los
supermercados, las ferreterías y las tiendas de ropa han obligado a achicar
esos rubros que les eran propios a los bolichos rurales, en tiempos donde
trasladarse en carro por caminos de tierra hacía que el almacén fuera casi
imprescindible, además de ser el centro de la vida social de las familias de la
comarca. Ollas, pavas y hervidores de aluminio; fuentones, baldes y termos
conforma el sector de “ramos generales” de los Varisco.
“Acá la gente trabaja en el campo, la gran mayoría” dice
Juan José. “Tenemos la estancia Los Laureles, una fábrica de alimentos
balanceados, producción de pollos de Sagemüller, varios tambos y mucha
producción agrícola. Soja, trigo, maíz. La ganadería no es tanta, es más la
producción lechera para los tambos” señala con orgullo. Todos los que laburan
en estas actividades en algún momento pasan por el almacén.
Frente al boliche está la escuela N° 72 Guillermo Enrique
Hudson, y un poco más allá la sede de la Junta de Gobierno que tiene a Edgardo
Minchiotti como presidente. Hacia el este, una tira de casas del IAPV
-inauguradas hace menos de un año- le da un poco de volumen en habitantes al
lugar. “La mayoría de las familias viven en el campo” señala Varisco.
Los almacenes que resisten en el campo
El más que centenario almacén de los Varisco integra un
selecto grupo de viejos boliches de campo que siguen siendo emblema de la
ruralidad en Entre Ríos. No son muchos, pero continúan cumpliendo con el primer
desafío de abastecer a la familia rural que ha quedado, aunque lo de “ramos
generales” ya no sea como antes.
El segundo desafío es seguir abiertos y ser el punto donde
se siguen encontrando cada tarde los parroquianos para compartir una copa y
charlar de temas comunes. Así fue hace 100 años y más, cuando los arados eran
tirados por caballos, los cultivos principales eran el lino y el trigo y en la
producción agrícola trabajaban cientos de hombres en las máquinas de vapor o en
las viejas Rotania o Senor donde sudaban 6 u 8 operarios.
Y así es ahora, aunque los campos sean labrados y sembrados
“en directa” y al mismo tiempo y con un tractor que tiene la tecnología de un
coche de calle, o las cosechadoras que llevan un solitario piloto con su
joystick, con cabezales que detectan y se adapta a las irregularidades del
terreno, con computadoras a bordo que saben la humedad de los granos que ya
están en la tolva. Al final del día, como hace 100 años o más, estará esa
“urgencia” que es la parada en estos lugares que resisten el insalvable paso de
los años, con sus mostradores y el despacho de bebidas, con la mesa y los
naipes esperando el mágico ritual el encuentro que se repite igual que en aquel
tiempo tan lejano.
En el día a día, en el almacén se madruga. “Abrimos bien
temprano, a las seis, seis y media, entre otras cosas porque pasan los
muchachos que se van a trabajar a los campos y se llevan unas galletitas, un
paquete de cigarrillos, una gaseosa, para pegarle todo el día” dice Juan José.
El boliche entra en pausa hasta después de la religiosa siesta, cuando vuelve a
abrir para esperar la juntada de la tarde noche. “Empiezan a volver a sus casas
pero antes pasan por acá y se toman una cervecita, una gaseosa, y si es viernes
o sábado por ahí se arma un truco. Se perdió mucho el copeteo de la noche por
la pandemia, pero ahora se está empezando a recuperar” se entusiasma.
El buen ánimo es también porque “hay gente que está volviendo
al campo. Son algunos que se fueron hace muchos años y ahora ya están jubilados
y quieren volver. Es posible que se construya otro barrio más y eso les brinda
la posibilidad de radicarse” nos cuenta.
El hombre es feliz en su lugar. “El campo es otra cosa. Acá
dejás la garrafa o la bicicleta afuera y no pasa nada. Para mí es un placer
atender el almacén” sostiene. ¿Quién sigue después? La consulta motiva una
reflexión. Junto a su esposa llevan adelante el boliche con 130 años de
historia propia y de otros sobre sus espaldas. “Creo que hay una hija que puede
reemplazarnos. Nos ha dicho que le gustaría, ojalá” subraya el almacenero
detrás del mostrador. Ojalá así sea.
Así es “Lo de Varisco” en el antiguo poblado de Antonio
Tomás. Hoy ya no está el palenque donde el hombre ataba su caballo y los “ramos
generales” son más modestos, pero persiste el amplio mostrador donde una copa
se sirve al final de la jornada mientras en una mesa alguien canta ¡Truco! en
una partida de naipes. Son parte de esos rituales que se mantienen vivo en este
almacén del campo entrerriano, fundado junto con el cementerio allá por 1890 en
un recodo del camino. Un lugar, el almacén, que vale la pena conocer.
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