La pulpería de Nueva Escocia, donde el tiempo se detuvo hace rato
Fundado por don Alejo Cettour en 1898 el boliche fue el lugar indispensable para las familias de los obreros forestales en una época brava, de trabajos rústicos. Punto de encuentro también para los inmigrantes recién llegados a estas comarcas, donde ocuparon un lote de tierra para producir. Un almacén de ramos generales singular, como este pueblo entrerriano que rinde tributo con su nombre a un escocés, que surtió de alimentos a los vapores de la carrera que navegaban por el río Uruguay y hoy permanece abierto y en el mismo lugar, estoico desafío al inexorable paso de los años.
Nueva Escocia queda a poco más de 50 kilómetros de la ciudad
de Concordia. Es una zona de interminables plantaciones de eucaliptus que
proveen a la potente industria forestal, pero en la que también hay
explotaciones mineras, con canteras a cielo abierto de donde se extrae piedra,
canto rodado para producir grava, ripio y otros materiales.
El almacén está en el camino principal por donde se accede a
la localidad. Rodeado de altas casuarinas, se conserva en muy buen estado.
Desde el exterior se puede ver un ingreso por una puerta de madera ciega y otra
que da a una pequeña galería donde una heladera para venta de hielo en bolsas
ocupa gran parte del lugar. “Primero se llamó El Porvenir, pero lo conocían por
la pulpería de Cettour”, recuerda Raúl Marty, el bolichero. Hoy todos en Nueva
Escocia lo llaman el “Boliche de Marty”.
Raúl y su esposa Palmira, nieta de don Alejo Cettour,
tomaron la posta y continuaron con el legado familiar desde el año 1967, cuando
se pusieron detrás del viejo mostrador y se hicieron cargo del emblemático
boliche ubicado en esta villa ribereña que hoy apuesta al turismo, aprovechando
las aguas del majestuoso “río de los pájaros”, el Uruguay como lo llamaron
desde siempre los guaraníes, el pueblo originario que habitó en gran parte del
Litoral.
“En 1898 se abrió esta pulpería. Lo hizo don Alejo Cettour que era oriundo de San José y sus padres franceses” nos recuerda Raúl, orgulloso de la historia del tradicional almacén que se conserva casi original en su estructura, en la que se puede observar la tirantería del techo a dos aguas -recubierto por chapas de zinc en el exterior- con un poste central que sostiene la estructura. Las estanterías bien altas tienen los productos esenciales de una despensa actual, la antigua heladera de tres puertas de madera, una cortadora de fiambre y dos balanzas, el sector para el despacho de bebidas, un turboventilador allá en lo alto para la temporada de verano que se acerca y dos afiches de ídolos boquenses que se destacan en una de las paredes, a los que se suman el almanaque y un escudo que no dejan dudas sobre la pasión xeneise del bolichero.
“Le llamaban pulpería, pero era de ramos generales, se
vendía todo lo que necesitaban los pobladores. Hay que pensar que cuando abrió
sus puertas se comerciaba, además de alimentos y bebidas, ropa para el trabajo
y todo para el caballo, el recado completo” sintetiza el hombre que mantiene
abierto junto a su esposa un almacén que es una leyenda.
Un escocés en tierras entrerrianas
Hay que olvidar la cercana autovía 14, al pavimento o las
comunicaciones actuales para volar con la imaginación a fines del siglo XIX,
con la llegada de familias que cruzaron los mares y arribaron a Entre Ríos
buscando una tierra para trabajar, donde los caminos se parecían a sendas y
picadas en el monte bien tupido. “Eran tiempos muy diferentes, trabajos muy
rústicos” supone Raúl, sobre aquel poblado ribereño de fines del Siglo XIX.
Y así como los Cettour, inmigrantes franceses que se afincaron en la cercana Villa Elisa o San José, mujeres y hombres que hablaban otras lenguas fueron anclando en la región, también llegó William R. Shand, un escocés que levantó una de las primeras fábricas de cerámicas de la región. Shand, que se estableció por 1880, fue también propietario de campos que luego donó -unas cien hectáreas divididas en parcelas que hasta hace pocos años seguían sin titularizarse- para que los colonos constituyeran una comunidad, con la condición que el lugar debía llamarse Colonia Nueva Escocia. Y así fue.
El vapor de la carrera
“Estamos sobre la costa del río Uruguay. Para darnos una
idea de lo que era trasladarse, la falta de caminos, para viajar hasta
Concepción del Uruguay o Colón se tomaba el vapor de la carrera, el “Ciudad de
Buenos Aires” o el “Washington” ilustra el bolichero, añadiendo que el abordaje
del buque se realizaba en un bote, y de ahí se viajaba a Concepción del Uruguay
o hasta Buenos Aires”. El servicio de estos buques siguió hasta los años
1950-60. “Muchas veces desde los barcos compraban mercadería en el almacén”
señala sobre esos tiempos que muchos añoran.
Hoy los barcos de pasajeros no surcan los ríos, nadie anda a
caballo o en carro, todo el mundo en camioneta o en moto. “El pueblo creció
mucho, con el turismo, con las comunicaciones” apunta. Con caminos asfaltados o
de ripio, celulares y buenos vehículos, Puerto Yerúa – a menos de 20
kilómetros- o la ciudad de Concordia – a 50 kilómetros-, con supermercados y
múltiples comercios suplen las necesidades de las familias que pueden hacer sus
provistas a pocos minutos de sus hogares.
“Todo el mundo andaba a caballo o en carro. Ahora es la 4x4 o la moto” se ríe el comerciante. Detrás de él, en la estantería, caña, ginebra, whiskey, vermú y otras bebidas espirituosas dan fe que el alma de la pulpería sigue intacta, aunque las cosas han cambiado y mucho.
Playa Tranquila
Para los dueños de la vieja pulpería el turismo es el factor
de bienestar del pueblo. “Nueva Escocia es una localidad que se está
desarrollando mucho por el turismo. Tenemos una playa muy linda, con el camping
municipal, algunos alojamientos, las posibilidades de ir de pesca. Es un lugar
muy tranquilo para venir y mucho más para vivir” sostiene.
La belleza del Uruguay, la extensa playa –mucho más por la
bajante del río- y el enorme monumento que se eleva en la vecina Meseta de
Artigas (visible en la vecina costa oriental) le dan a la pequeña comunidad un
atractivo singular.
Las costumbres cambian
El boliche de Cettour fue el lugar del encuentro. Como la
gran mayoría de los viejos almacenes de campo, el atardecer y el fin de la
jornada laboral eran sinónimo de una copa, jugar al truco, al billar o las
bochas que convocaban a la paisanada, transformando estos sitios en auténticos
templos de la sociabilidad, donde el brindis eran la conclusión de un día o
semana agotadora de trabajo. El ritual necesario para continuar con labores
rutinarias y con pocos alicientes.
“Empezábamos a las 7 de la tarde con los primeros que
llegaban y estábamos hasta las 7 de la mañana” nos cuenta Raúl Marty mientras
sonríe, una tradición que se quedó en el pasado reciente. “Ya tengo 78 años, mi
esposa uno menos, no estamos para esos trotes” subraya. ¿Cómo sigue la historia
más adelante? La pregunta no sorprende y la respuesta es promisoria. “Tenemos
una nuera que está muy entusiasmada y nos dice que ella lo quiere seguir, así
que por ese lado la continuidad del boliche está garantizada” nos dice.
Hoy, la antigua pulpería en el camino de acceso a Nueva
Escocia, fundada por don Alejo Cettour cierra más temprano, pero sigue
conservando ese mostrador gastado por miles de historias, por generaciones de
hombres y mujeres que han pasado por allí, y donde los parroquianos siguen hoy tomando
un vermú, picando salame, mortadela, queso y pan casero, hablando de las cosas
cotidianas que hacen a su vida de cada día. Rodeada de altas casuarinas que la
protegen de cualquier inclemencia, el pasado 7 de agosto cumplió ¡123 años!
Para los que sienten pasión por estos viejos boliches de campo, un lugar de
Entre Ríos imprescindible, que hay que visitar alguna vez.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
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