Entre la condena y la confusión militante
Los argentinos hemos tomado nota en estos días que un ex gobernador de la provincia, Sergio Urribarri, ha sido condenado en primera instancia a la pena de ocho años de prisión efectiva e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos por haber sido encontrado por los jueces que lo juzgaron culpable de la comisión de numerosos delitos en perjuicio de la administración pública que el pueblo -con su voto-, le encomendó administrar.
Algunas voces, pocas y tibias para ser sinceros, han salido
en su auxilio, o al menos esas han sido sus intenciones. A juzgar por sus
contenidos, demostrativos que la lengua supera al cerebro a la hora de ponerse
en marcha, en el lugar de Urribarri, hubiese preferido el silencio. Repasemos.
La conducción del partido político al que pertenece recordó
que el principio de inocencia rige hasta que el fallo condenatorio esté firme y
llamó a evitar lo que denominó la judicialización de la actividad política.
Otros ilustres desconocidos –no más de cinco, pese a los
esfuerzos por encontrar más voces– optaron por una defensa de tono épico. Una
defensora amplió la condena a una clase, la política, y dentro de ella a una
subclase, la peronista; otra afirmó que lo que los jueces no le perdonaron es
que haya sido un buen gobernador. El último fue francamente conmovedor: le
avisó al tribunal que Urribarri es un luchador por la justicia y que sus
seguidores son nacionales y populares.
Seguramente habrán leído otra sentencia.
Desde que un italiano apellidado Becaria escribió un pequeño
libro llamado “De los delitos y las penas”, el derecho penal pasó de juzgar a
quien se les imputaba un supuesto delito en base a determinadas condiciones
personales –pobre, mujer, de color, oriental, etcétera – a enjuiciar a sus
destinatarios por los actos que le reprochaba. Y para eso se necesitan pruebas.
Así, el sistema democrático occidental logró enjuiciar a
políticos, médicos, futbolistas y verduleros sin que sus colegas se sientan afectados
y, por el contrario, contribuye a efectuar una clara y elemental distinción
entre el ejercicio honesto y deshonesto de una profesión, en el caso de
Urribarri, tan noble como la del político.
El tribunal que lo juzgó se tomó trece horas para adelantar
la sentencia. Quienes la escucharon en vivo -notable aporte a la democracia del
poder judicial- oyeron un detallado, preciso y minucioso decálogo de actos u
omisiones, sus respectivas pruebas con las que razonablemente entendieron
acreditadas las conductas que le reprocharon y las leyes que consideraron violó
Urribarri.
Este juicio que acaba de concluir su primera instancia, es
el primero de varios que se avecinan y que seguirán la misma lógica. Se lo
acusará, se defenderá y lo absolverán o lo condenarán, según el análisis y las
conclusiones que se haga de las pruebas que aporten sus acusadores y que
contradigan sus defensores.
Frente a la dialéctica inescrutable del proceso, no hay
épica que valga.
Apelar al relato épico en el caso de Urribarri es una
generosidad que les permite la libertad de ideas a sus defensores. A diferencia
de Lula o Evo Morales, Urribarri no cruzó el desierto del Sertao ni se cortó un
dedo con una prensa hidráulica trabajando en horario nocturno, no recolectó
hojas de coca ni vivió en inquilinatos de mala muerte en Buenos Aires; y menos
aún, fue perseguido por justicias parciales en juicios armados.
Muy por el contrario, amontonó una fortuna que no sabe
explicar cómo la hizo con un solo trabajo: el de empleado público; y logró postergar
en cinco oportunidades un juicio que sembró de obstáculos hasta que llegó lo
inevitable: el debate oral y público y la consecuente condena.
Su gobierno habrá sido bueno o malo. No estuvo en el juicio.
Los que sí estuvieron fueron algunos, solo algunos, de sus actos, los que
fueron denunciados por ilegales. De este modo el sistema democrático logra
diferenciar y separar los médicos, los futbolistas, los verduleros, en general
a quienes viven honestamente de su trabajo de los delincuentes; diferencia que
necesitamos hacer con más razón aún entre los políticos, quienes influyen en
nuestras vidas y administran nuestras comunidades.
Como dice su partido político, Urribarri todavía goza de una
presunción devaluada de inocencia. Más que una defensa parece un manotazo de
ahogado. Pero, paradojas del destino, la inhabilitación para ejercer cargos
públicos a la que lo condenó la sentencia es pura retórica. La condena es
anterior y esa no es relato, es del pueblo entrerriano.
Análisis
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