Una enfermera correntina quedó en la calle, almuerza en una iglesia y duerme en Aeroparque


Está parada frente a la guardia del Hospital Rivadavia, sobre la avenida Las Heras en Buenos Aires.

Maria Antonia Arriola tiene 59 años y en marzo de 2020 perdió su empleo; como no cuenta con familiares, desde entonces no tiene dónde dormir; lo que más quiere es volver a ejercer su profesión: cuidar adultos mayores en casas de familia.

María Antonia Arriola tuvo otra vida. Una en la que estudió enfermería, en que vivió con su familia en el semipiso de una esquina en Villa Devoto y más tarde con Oscar, su marido, en un departamento “chiquito pero al que no le faltaba nada”.

Siempre fue una laburante: trabajó en geriátricos, en neuropsiquiátricos, cuidando adultos mayores. Iba a tomar café y a fumar a un bar literario detrás del Botánico. Dormía en camisón entre sábanas limpias (eso también está entre lo que más extraña). Y tenía una llave.


900 días y 900 noches, con algunos intervalos breves en el medio, son los que lleva sobreviviendo en las calles porteñas. Hoy intenta dormir (“porque en la calle no se duerme”) en Aeroparque, entre pasajeros que van y vienen de todas partes.

Pero antes de eso pasó por las guardias de los hospitales Rivadavia y Fernández; y, los días en que la lluvia y el frío le calaba los huesos, daba vueltas y vueltas arriba de un colectivo de la línea 60, sin ningún destino, solamente buscando descansar un rato las piernas.

María pasó gran parte de su infancia y adolescencia en Monte Caseros, Corrientes. Su mamá, Felicitas, era profesora de Ciencias Sociales, pero nunca ejerció y se dedicó a cuidar a sus siete hijos (al mayor, Francisco, le seguían María y su melliza Jaquelin).

Su papá, Archivaldo, estaba en el Ejército. Por eso la familia iba de acá para allá, donde lo trasladaban a él. Los chicos lo sufrían, menos María: le gustaba eso de conocer lugares nuevos. Su sueño era ser cardióloga.

“Pero en mi casa éramos mucho y estudiar era caro. Entonces, hice enfermería. Desde los 17 hasta los 21 años estudié en el Hospital Escuela de Corrientes capital. Lo que no hice fue la licenciatura, que en esa época no existía, pero me dieron el certificado de la Cruz Roja Internacional −cuenta con orgullo−. Estábamos preparadas para la guerra: inclusive hicimos pruebas en las cataratas de cómo bajar y subir personas en un helicóptero y esas cosas”. Ella estaba entre los tres mejores promedios de su promoción.

Cuando terminó sus estudios, empezó a trabajar en hospitales. Tenía 22 años cuando su papá y su hermano mayor murieron en la Guerra de Malvinas. Ese fue el primer terremoto en la vida de María. Con el padre y el hermano muertos, su mamá se hundió en una depresión y empezaron los problemas económicos. La casa familiar se vendió en un suspiro.

La depresión de su madre se fue volviendo cada vez más profunda y dejó de comer. “La cuidé hasta el final, pero murió de tristeza. Ahí se acabó la historia de mi mamá, mi papá, mi hermano y de nuestra herencia. Cuando mi madre muere, con todo el dolor del mundo, me vine para Buenos Aires. Fui hospital por hospital con mi título y me tomaron en el Pirovano”, cuenta María.

Al tiempo empezó a trabajar en un geriátrico y se capacitó en los Hospitales Borda y Moyano en la atención de pacientes con padecimientos psiquiátricos: “Siempre trabajé de lo mismo. Para esto hay que tener mucho amor y paciencia, qué te voy a decir, nena: te tiene que gustar mucho. A mí me encanta, sobre todo trabajar con las personas mayores. Me gusta sentir que me necesitan, que puedo cuidarlas”.

En el Pirovano, conoció a Oscar, que hacía carrera en el Banco Provincia. Estuvieron un año de novios y se casaron. “Fue el amor de mi vida, pasamos 10 años juntos. No pudimos tener hijos y murió de cáncer a los 54. Yo tenía 40″, detalla María.


Historias de visa

Él le propuso, en los primeros tiempos de casados, que dejara de trabajar. “Me dijo: ‘Es muy sacrificado lo que hacés, yo gano bien, no es necesario que lo hagas’. Le hice caso, pero fue un gran error. Cuando murió, terminé malvendiendo todas nuestras cosas al mejor postor, los muebles de caoba, todo. Y me volví para Corrientes con dos valijas, como si estuviese repitiendo la historia de mi madre”.

Pero al poco tiempo volvió a Buenos Aires. Extrañaba la enfermería. Se compró un diario y buscó en los clasificados. Fue entonces cuando comenzó a trabajar en casas de familia, cama adentro, en barrios como Martínez o San Isidro. “Hacía de todo. Era, como se dice, ama de llaves. Cuidaba a los adultos mayores, los bañaba, les cocinaba, hacía las compras, les daba la medicación, les hacía rehabilitación, kinesiología, todas esas cosas”, señala.

La última casa en la que trabajó de forma estable fue la de Beba y Alberto, un matrimonio al que María quiso muchísimo y se emociona cuando los recuerda. Estuvo allí cuatro años. Primero murió ella y luego él, en febrero de 2020.

“Los hijos, que eran divinos, me pagaron un dinero importante por los años que trabajé y me fui a alquilar a un hotel de pasajeros en Constitución. Enseguida llamé a mi agencia para buscar trabajo, me dijeron que en ese momento no había, pero que no me preocupara, que ya iba a aparecer una oportunidad pronto. Pués se vino la pandemia. Si hubiese tenido trabajo, me hubiese agarrado adentro, en una casa, y no en la calle”, dice María.

En estos dos años, María pasó y continúa pasando, muchas veces, hambre y frío. Hubo días, durante la cuarentena más estricta, en los que sobrevivió tomando agua en estaciones de servicio. Hoy, de lunes a viernes, a las 5.30 de la mañana sale de Aeroparque y se toma un colectivo que la deja en una Iglesia en Larrea y Berutti. Ahí desayuna, se baña y almuerza: esa es su última comida del día.

Cuando paraba por el Hospital Rivadavia, conoció a los voluntarios de las recorridas nocturnas de la Fundación Sí. Dice que ese grupo de jóvenes veinteañeros, fue fundamental para ella. Belén, una chica de sonrisa amplia, y Daniel, el coordinador de esa zona, son sus referentes. “Lo que me salvó de la gran depresión fueron ellos”, asegura María.

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