"Lo que la política no ve", por Eduardo Fidanza
La desigualdad entre las clases sociales, sin haber desaparecido, se ha vuelto múltiple y desafía las interpretaciones usuales.
¿Por qué la política desencanta y frustra a las sociedades?
Esta pregunta no incumbe solo a la democracia. Se extiende más allá de sus
fronteras, como lo muestran las mujeres que protestan en Irán o los jóvenes que
escapan de la guerra de Putin. Se trata de un fenómeno más profundo, dirigido
al poder político antes que a los distintos sistemas de gobierno. Es una
fractura mundial que se ahonda y expone el rechazo cada vez más visceral de los
gobernados, que parecieran querer sacudirse el yugo de una clase dirigente que
no los contiene.
En las últimas décadas, esa fisura provocó una mutación en
las democracias occidentales, con el surgimiento de movimientos y partidos que
desafían desde adentro los principios del sistema, no valiéndose de armas como
en la época de los golpes militares, sino de la antipatía de la gente hacia la
política convencional. El inconcebible Brexit y la sorpresiva llegada de Trump
al gobierno fueron explicados en su momento como consecuencias de la ira
popular, un sentimiento que expresa la incomprensión ante cambios y demandas
que la política no registra.
¿Qué es lo que la política no ve, para que tanta gente a
través del mundo esté tan enojada con ella? ¿Cuáles son los rasgos de la
actualidad que se le escapan, tal vez recostada en antiguas certezas que ya no
rigen? En su último libro, titulado con inspiración spinoziana La época de las
pasiones tristes, el sociólogo francés François Dubet aporta algunas claves
para responder estas preguntas. El subtítulo de la edición en español es
ilustrativo: “De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el
resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor”.
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El mundo desigual que describe Dubet carece de la claridad
conceptual con que la política, y las ideologías que sustentan su relato, lo
describieron durante el auge de la sociedad industrial. La desigualdad entre
las clases sociales, sin haber desaparecido, se ha transformado en una
desigualdad múltiple, que desafía las interpretaciones usuales. Escribe Dubet:
“Así como en épocas pasadas las desigualdades sociales parecían inscriptas en
el orden estable de las clases y sus conflictos, hoy no dejan de multiplicarse
las brechas, las segmentaciones y las desigualdades, como si cada individuo
estuviera surcado por varias de ellas”.
Entre los proletarios y los ricos, viene a decirnos Dubet,
existen en esta época muchas otras nociones y contradicciones donde se expresa
la desigualdad: los trabajadores formales y los precarios, los educados y los
sin educación, las mujeres y los varones, los incluidos y los excluidos, los
ganadores y los perdedores, las minorías estigmatizadas y las mayorías
estigmatizadoras. De ese modo, las desigualdades se han individualizado, sin el
soporte de una organización, un sindicato o un partido. Son afrentas al orgullo
privado, fuentes de humillación personal, más que el reflejo de una posición de
clase.
Por eso, afirma el sociólogo francés, no debe sorprender que
el respeto sea la exigencia moral reivindicada con más énfasis en esta época.
Todos queremos ser respetados como iguales en las más diversas situaciones y la
frustración se incuba cuando esa demanda individualizada no encuentra un
vehículo en las grandes narraciones, que podrían explicar su causa y señalar a
los responsables. La indignación, el rencor y la desilusión ocupan entonces el
lugar que deja la representación. La política no logra transformar esos
sentimientos en un programa convocante, acaso porque los subestima, no los
entiende o no le interesan.
Antes y ahora, el mesianismo llenó ese vacío. Dubet lo llama
populismo, pero preferimos nuestra denominación, antes religiosa que política.
Como enseñó la sociología de la religión de Max Weber, todos los pueblos que
padecen grandes penurias necesitan una respuesta convincente a la disparidad
escandalosa entre mérito y destino: ¿por qué nos toca este sufrimiento si hemos
cumplido los preceptos? La desgracia injusta genera despecho y demanda
identificar culpables. Hace veinte años Néstor Kirchner señaló a los bancos y
las multinacionales; ahora, otro líder emergente pone la responsabilidad en “la
casta”, convalidando la ira de la sociedad contra sus dirigentes.
No le faltan argumentos al salvador de turno: nueve de cada
diez argentinos piensan que los políticos solo defienden sus intereses y ocho
de cada diez, que son siempre los mismos y no se interesan por los problemas de
la gente común. Pero a diferencia de hace dos décadas, la discrepancia es hoy
más profunda: espoleados por ese desencanto, los libertarios cuestionan las
bases culturales del sistema, incitan a odiar al Estado y reemplazarlo por la
irrestricta libertad personal y de mercado que, según ellos, abolirá las desigualdades
bajo la premisa de que todo tiene un precio. Si prevaleciera esta ideología,
los Kirchner pasarán a la historia como políticos conservadores.
Los puntos ciegos de la política democrática conducen a su
autodestrucción. Aunque comparada con Brasil y México la preferencia por la
democracia en la Argentina es mayoritaria, esa convicción se ha debilitado en
los últimos años: dos tercios de la población están insatisfechos con el
funcionamiento del sistema, y un tercio afirma que en ciertos casos una dictadura
es mejor que una democracia o que a la gente le da lo mismo si el gobierno es
democrático o no. A eso hay que sumarle el pedido generalizado de mano dura, el
recelo hacia los inmigrantes y el rechazo a que el Estado se meta en la vida de
las personas. El plato está servido para un autócrata.
¿Cómo podrían recobrar los políticos democráticos la visión
e impedir este desenlace? Acaso, paradójicamente, dejando de mirarse unos a
otros con recelo para mirar a la sociedad. A los profundos cambios económicos
que determinan modos precarios de subsistencia, a las novedosas y múltiples
formas de desigualdad y desesperación, a los conatos de violencia que anticipan
las tragedias colectivas, al odio por la mezquindad de las élites, a la
indiferencia de los jóvenes hacia un sistema que les impide progresar. Eso
deben entender y transformar.
Hace cuarenta años reconquistamos la democracia, dejando
atrás la violencia y la dictadura. Pero si nos atenemos a las evidencias
podríamos perderla; bastaría que el pueblo ofendido se fuera detrás de sus
enemigos. En la introducción del instructivo libro Cómo mueren las democracias,
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escriben que la historia no se repite, pero
rima. Su esperanza, que es también la nuestra, es detectar esas rimas antes de
que sea demasiado tarde.
*Analista político. Fundador y director de Poliarquía
Consultores.
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